Adiós a Sidonie, de Erich Hackl (Pre-Textos) Traducción de María Esperanza Romero y Richard Gross | por Juan Jiménez García
El olvido. De ese material fue construida la Europa de posguerra en Alemania y, cómo no, en Austria. Esa Austria anexionada, orgullosa de ello, orgullosa del nacionalsocialismo, de ese Hitler, austriaco también él, pintor fracasado, poca cosa. Y luego… El terror. En aquellos finales de los años treinta y no solo en el mundo germánico, se empezaban a recoger los frutos de esta siembra de odios y prejuicios, de una pobreza de obra y pensamiento, de una burguesía ruin y de una clase dirigente que implacablemente aprovechaba todo ese caldo de cultivo para sus propias ambiciones. No. La guerra no fue la ocurrencia de un hombre o una nación, ofendida y humillada, sino el final lógico de todo un conjunto de mezquindades. El antisemitismo no fue un caso alemán, sino que estaba en todas las sociedades, la culpabilidad implícita de las diferencias (de raza, de pensamiento) no fue un caso puntual, el sueño de una noche de verano, sino algo que anidaba, que crecía en el interior de demasiada gente. El poder, como siempre, solo responde a razones económicas o egocéntricas, y no duda en ese cuanto peor, mejor. La historia de aquellos años solo puede ser entendida si bajamos al nivel de un hombre cualquiera, y eso lo entendieron bien escritores como Heinrich Böll. En la literatura de ruinas, las ruinas no eran las de los edificios destruidos por las bombas, sino las de unas sociedades devastadas, que se recuperaban con un solo antídoto, bien administrado: ese olvido. Y con el olvido, la falta de culpa, la ausencia de responsabilidad, diluida en lo colectivo y en el aire de los tiempos. Adiós a Sidonie, es muy posterior a todo esto, porque Erick Hackl es de una generación que ya había dejado la guerra atrás y, precisamente, anestesiada contra el recuerdo, pero su novela, su reconstrucción de los hechos, no deja de ser otra vuelta de tuerca (una necesaria vuelta de tuerca, porque demasiadas cosas en nuestra contemporaneidad nos recuerdan los actos previos de otros dramas antiguos).
En Adiós a Sidonie, encontramos una atmósfera enrarecida, un mundo que camina a su destrucción en los pequeños detalles, en los mínimos gestos. Sidonie es una niña gitana abandonada. La búsqueda de la madre (intuida, tras una llamada telefónica, buscada, pero no encontrada), su adopción por una pareja, el obrero socialista, Hans Breirather, ella una mujer decidida, que no duda de la adopción pese a ese color oscuro de la piel de la niña, que la condena, sin más, a una vida difícil, pronto imposible. No les importa. El Anschluss, la anexión, aún no ha llegado. No ha llegado ese 1938, que no cambió las cosas, sino que fue una unión deseada, buscada. Pero son los años de las cosas soportadas (esa niña gitana) y de las conversaciones a la espalda. Del rumor como certeza. De la bajeza como comportamiento social aceptado. En su reconstrucción de los hechos, Hackl ofrece más atención a aquello que les rodea que a sus propias vidas, porque la tragedia no es ese vivir honestamente día tras día, sino una nube sobre sus cabezas, que no por intuida es esperada. Porque buena parte de esa tragedia se basó (de nuevo nuestra contemporaneidad) en quitar importancia a esas señales que no anunciaban nada bueno, a ese ir poco a poco despojándonos de una ética para encontrarnos con una ausencia de los valores necesarios para mantener una sociedad siempre enferma pero viva, atenta.
En la novela advertimos como, inexorablemente, el círculo se cierra más y más sobre la familia protagonista. La llegada de los nazis destapa, finalmente, esos comportamientos antes al menos disimulados. Los prejuicios se convierten en delaciones y cualquier cosa puede llevarte a la cárcel o, aún peor, a los campos de concentración, al exterminio, a la desaparición. La eliminación física de la diferencia. El pensamiento vomitivo que se convierte en acto. De la inquietud al miedo. Del miedo al terror. Del terror al horror. La maquinaria, no de la guerra, sino de algo más pequeño, del propio ser humano, de la condición humana empequeñecida, capaz de aniquilar con poco o ningún atisbo de conciencia. Ese mirar hacia otro lado, de la destrucción por omisión. Y Sidonie como víctima. Una víctima de diez años, que nadie reivindicará como suya. Y ese es el final del libro, el final de la guerra, la ocupación y la constatación de que la vida sigue igual. Nadie se siente concernido. Fue la época, las cosas eran así y así fuimos. Nada se podía hacer, como una mentira más. Lo peor es que no es esa falsa imposibilidad, sino que no se trató de inacción, sino de una convicción de que así todo estaba bien. Por eso Adiós a Sidonie es un libro necesario, porque no solo es necesario recordar, sino abofetearnos.